domingo, 23 de marzo de 2008

Última



Buenos Aires, cualquier día, de cualquier año.

A los amores de mi vida:

Que tristes las noches,
Y la espera.
Dueño de mí
Intento ser
Dejando tu decepción
En algún rincón,
Del alma astillada.

Que tristes los días,
Y la espera.
Infinito mal
Que se apodera
De cada hálito
De ilusión verdadera.
Y Espero.

Hubiera sido amor…
Ya no era deseo.
¿Nos hemos desbordado?
Y sólo queda lo extraño
de nuestro mirar.
Que se enajena
Con cada palabra de dolor.

Y no nos separó la muerte
Nos separó la vida
De la cual nos olvidamos
(demasiado a menudo)
Por eso es triste el final
Tal vez.
No debería haber sido.

“Hasta siempre…”
Serán las palabras
Y otro hijo nuestro
no nace de tus entrañas.
Y caigo en tu vacío,
sin merecerlo.
Para aprender de lo conocido;
Una vez más.

PD: Aún así te amo y creo que eso es el amor…
Ahora disfruto de la más elevada de las ambiciones humanas: La libertad.
Hasta siempre, Amor.

El tigre y la serpiente (Sobre la Pasión y los Manjares)




Buenos Aires, Enero de 2004



Amada Serpiente:

Debe ser tu sentir y la palma de mi mano;
la que roza tu cálida humedad de entrepiernas
Tus labios se estremecen y nunca sería en vano
que la pasión de tu mirada en mí se pierda.

Hasta el rugir de mis garras se desatan;
En las luces de otras llamas que buscan refugio.
El descenso orgásmico de los inviernos.
Y la estable armonía de tus artilugios.

Lujuria en vano de tu rostro en el infierno.
Juego con tu veneno y con tus ojos sedientos.
Es decir, con los pases mágicos de lo eterno.
Y con cada sentir de tu aliento.

Es volver a verte en cada melodía desencadenada
Es volver a rehacer tu piel delicada en mis sentidos.
Retomar por un instante la posición adecuada;
Y escuchar nada más que el placer de tus latidos.

A mis confesores:

Luego de un invierno de enamorados, fué en meses de primavera naciente, en la cual la tuve por primera vez en mis brazos.
Sentí que era la mujer de mis sueños y mis sueños de mujer que sentía. El cálido reflejo de nuestra otra mitad, de nuestra matriz.
No puedo olvidar sus ojos miel y la suavidad de su piel, y la pureza del lado dulce de su rostro.
Detrás, la sutil serpiente que espera vanidosa y apasionada, con su presa envuelta por el cuello, enroscada; Sabía su misión, la lección para el rey.
Y cae el felino. Y todos asombrados.
Indudablemente cae en la eternidad de sus deseos.
Lo adoran por rey y lo detestan por la inflamación de su ego.
Pero cae, al final siempre cae, en el veneno de su amada anfitriona.
La cual moldea su belleza y su sensualidad, lentamente.
Como una aventura.
Después de un tiempo se repuso de sus pasiones y salió a buscar otras aventuras pasionales, otras historias. El amor ya nunca fué lo mismo en la selva desconocida.
No olvidó su veneno, ni su piel suave, ni sus ojos miel.
Y es verdad que cada tanto el felino cae en su trampa.
Ahora lo disfruta, lo goza.
Debe ser el encanto de esas muertes pasionales
y el pecado de tomar por manjar el suicidio de los sentimientos,
los cuales muchas veces no sirven para nada.
Todo el cariño, a los que en la jungla se apiadaron del rey caído.
Y todo el odio para quienes quisieron ocupar su lugar.
Nunca podrían hacerlo.
El tigre…

El Elefante y la Estaca (cuento breve)

Cuando era chico, me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de ellos eran los animales, y dentro de ellos, mi preferido era el elefante. Durante la función, la enorme bestia impresionaba a todos por su peso, tamaño y sobre todo, por su descomunal fuerza... pero, después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, uno podía encontrar al elefante detrás de la carpa principal, atado, mediante una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
La estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera, apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un "árbol de cuajo" podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir. El misterio es evidente: ¿Porqué el elefante no huye, arrancando la pequeña estaca, con el mismo esfuerzo que yo necesitaría para romper un palito de fósforos?, ¿Qué fuerza misteriosa lo mantiene atado, impidiéndole huir?
Tenía unos siete u ocho años, y todavía confiaba en la sabiduría de las personas grandes. Pregunté entonces a mis padres, maestros y tíos, buscando respuestas a ese misterio. No obtuve una respuesta coherente, la edad no es un impedimento para percibir la coherencia o la falta de ella en los que la gente nos dice. Alguien me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: si es cierto que está amaestrado, entonces ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta que me satisficiese.
Con el tiempo, me olvidé del misterio del elefante y la estaca... y sólo lo recordaba cuando me encontraba con gente que me daba respuestas incoherentes, por salir del paso y, un par de veces, con otras personas que también se habían hecho la misma pregunta. Hasta que hace unos días, encontré una persona, lo suficientemente sabia, que me dio una respuesta que al fin me satisfizo: "El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca toda su vida, desde que era muy pequeño". Cerré los ojos y me imaginé al pequeño elefantito con solo unos días de nacido, sujeto a la estaca. Estoy seguro que en aquél momento el animalito empujó, jaló, sacudió y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de todo su esfuerzo, no pudo librarse.
La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Podría jurar que el primer día se durmió agotado por el esfuerzo infructuoso, y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que seguía se resignó a su destino. El elefante dejó de luchar para liberarse. Este elefante enorme y poderoso no escapa porque cree que no puede hacerlo. Tiene grabado en su mente el recuerdo de sus, entonces, inútiles esfuerzos, y ahora ha dejado de luchar, no es libre, porque ha dejado de intentar serlo. Nunca más intentó poner a prueba su fuerza.
Cada uno de nosotros somos un poco como ese elefante: vamos por el mundo atados a varias (cientos) de estacas que nos restan libertad. Vivimos creyendo que "no podemos" con montón de cosas, simplemente porque alguna vez probamos y no pudimos. Grabamos en nuestra mente: no puedo. no puedo y nunca podré. Crecimos portando ese mensaje, que nos impusimos a nosotros mismos y nunca más lo volvimos a intentar. La única manera de saber cuáles son nuestras limitaciones ahora, es intentar de nuevo, poniendo en el intento todo nuestro corazón. (Jorge Bucay)

Mitos-manías de un amor desacertado



Maria Inés, De las Nieves se apellidaba, y era naturalmente fría.

Sabía que era preciso dejar todo. Y se acercaba el preciso momento…
Estaba entrenada para la lujuria y las pasiones matinales previas al desayuno, en medio del encantador rocío de fines de mayo.
Aún así desabrochaba el bretel y dejaba caer sus pezones sobre los húmedos labios de Valdemar Rivero Díaz. Aquél que endulzó sus noches, aquél que le dió todo.

Después del entierro, se dejaron de mirar a los ojos y la encendida llama dejó de arder cinco minutos antes que el último índigo de cielo adormeciera las tibias brisas de sus suspiros detrás de la nuca de la vida cruel.

Maria Inés, era un cadáver develado, un resto de residuos atónitos a los ojos de quien fuera el amante silencioso de sus regocijos vaginales. El edén quedó más que lejos y los proyectos de vida se desdibujaron una vez más en el hálito despiadado de la venganza.
Se vió una y otra vez con Rosendo, en esos días, a escondidas de Valdemar que padecía embalsamado la rutina y el estrés de la estrepitosa ciudad acaudalada de miserias infinitas.

No alcanzaba la tibia brisa; Seguía buscando el viento.
Esto siempre desemboca en tormentas.

El encuentro fue casual. Tal causalidad, la desesperación de la vida mundana, el aburrimiento, el recuerdo del pasado, le dejó de hacer efecto y olvidó por completo los viejos rasguños que fueron excretados, a pesar de las cicatrices evidentes.

Era más fuerte la tentación de crear huracanes que destruyen todo a su camino.

Valdemar siguió las pistas y descubrió el ansiado secreto bajo la lupa de la desesperanza y tras lo extraño del espacio que imponía Maria Inés de esa miel que chorreaba de los pezones distantes.

Fue la calamidad. Fue una tormenta que nunca dejó de pasar.

Negó hasta sus genes, la verdadera identidad de sus marcas. Siempre tenía un pretexto superado de ensoñación irreal que la hacía positiva, encantadora, embrujo de una sonrisa alentada por el dolor que llevaba escondido en las entrañas. La insatisfacción eterna, el deseo que se consume estrepitoso luego del fogonazo de entre-sábanas con amantes deseosos de escapar luego de cada huída.
El llanto era cotidiano y las proyecciones hacia Valdemar, constantes. Hasta que dejó todo. Lo malo y lo bueno.
Maria Inés se dejó.

El creyó que era el culpable e intento una penúltima excusa para tocarla.
Desacertó el tiro.
Así y todo creyó verla desfallecer, endurecerse, hasta secarse.
Tenía la mira empañada de lágrimas que regaron el dolor que se transformó en angustia, luego en odio, y floreció en olvido.
Hasta que detectó la luz cinco minutos antes que el último índigo de cielo adormeciera las tibias brisas de sus suspiros detrás de la nuca de la vida cruel.
Y pasó la tormenta, pero quedaron los huracanes…

Sombrío (pequeñas poesías)


Otoño sombrío,
reflejo de luz,
inicio del frío y
oscuridad de a ratos;
Espero el golpe
de la tristeza aferrada
del bayo al galope
de tul azulejada.
La brisa encajonada,
la espera impaciente,
el brillo de los labios
ruborizados de muerte;
Ya no quiero darte
de mi alma todo,
donde ciñe el viento y
en humilde pensamiento
un corazón aniquilado.